Así es ‘Stockholm’, la película de la que posiblemente seas productor

Teaser en exclusiva de ‘Stockholm’, una de las primeras películas españolas financiadas con 'crowdfunding' que se estrenará en salas comerciales. Por ANDREA G. BERMEJO
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La pantalla es una pared y la pared es un espejo. Los protagonistas de Stockholm, Aura Garrido y Javier Pereira, se han sentado en un sofá a beber un Gin Tonic y juegan al tira y afloja de las primeras citas en un plano fijo. La secuencia, de tempo espeso y textura turbadora, parte en dos la segunda película de Rodrigo Sorogoyen (8 citas) coescrita con la guionista Isabel Peña, mientras nosotros –vosotros que me leéis; yo, que miro la pantalla– la contemplamos como en un inquietante espejo, sentados en el mismo sofá que la pareja, rodeados de las mismas paredes que ellos. Hace un año Sorogoyen, al frente de su productora Caballo Films (montada con sus amigos Borja Soler, Eduardo Villanueva y Alberto del Campo para “hacer de una vez la película que nos apetecía hacer”), puso su casa al servicio de un rodaje. Cosas de la autoproducción. Como tantas otras: como el crowdfunding que les permitió alcanzar los 60.000 euros –14.000 fueron conseguidos en el portal de financiación colectiva Verkami gracias a 220 mecenas– que necesitaban para hacer Stockholm, como la capitalización de sueldos de todo el equipo, como el pase casero en el salón, en el sofá en el que se rodó la película. Pero no es éste el único juego de espejos.

Es sobre ese sofá, cuando los protagonistas se sientan frente a nosotros, cuando la película de Sorogoyen se quiebra, decíamos, se rompe en dos (“es una peli de dos mitades, de dos géneros”, reconoce a posteriori el director). Hasta ahora era una cosa. A partir de aquí será otra.

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Hasta ahora Stockholm era un “chico conoce a chica” generacional e hiperrealista. Es decir, una historia romántica tradicional pero acotada en esa generación peterpanesca de jóvenes entre los 25 y los 40 que encontramos el amor un sábado sí y otro también en cualquier garito molón de Malasaña, esos amantes de un amor desechable que el martes con suerte miramos con recelo al que hace dos días nos parecía el hombre o la mujer de nuestras vidas. Es ésa la generación caprichosa a la que pertenece el personaje al que da vida Javier Pereira (Tu vida en 65'), un treintañero sin nombre, uno de esos tíos que te ven una noche en una fiesta y a las bravas aseguran que se han enamorado perdidamente de ti. Es ésa también la generación de ella (Aura Garrido, El cuerpo), la chica que no cree en las declaraciones de amor express pero a la que seguramente al final de la noche consigas llevarte a tu casa a base de ingenio y constancia, porque en el fondo a las tías nos encanta que nos regalen la oreja. Ésa es la generación capaz de enmarañar todos estos deseos de usar y tirar en un paseo por las calles de Madrid de madrugada porque no sólo hemos visto Antes del amanecer tropecientas veces sino que además pensamos que el amor debería parecerse a eso. Somos una generación que no liga, metaliga, y el amor, esa cosa, por el bien de todos, debería alejarse en un tren para siempre porque si no nos lo cargamos.

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Sorogoyen acierta con el hiperrealismo con el que aborda estos amores inconsistentes. “Lo que más me gusta de la película es ese microcosmos que vivimos muchas noches los de nuestra generación y del que no se hacen películas, o si se hacen, son fantasiosas o edulcoradas”, afirma el director. Los diálogos copados de clichés funcionan, las escenas naturalistas recuerdan a otras que hemos vivido mil veces, la música –grupos como Nothing Places, Edredón o The Folding & the Point, que también han capitalizado su trabajo en Stockholm– es la que suena en nuestros iPods, los personajes se parecen a nuestros colegas, a nuestras hermanas pequeñas, a nuestros compañeros de piso, a nosotros mismos, y de la misma manera, la ciudad que los sostiene luce la misma luz que nuestros barrios de madrugada. El tono de la película en esta primera mitad también es un hallazgo por ser como la propia generación a la que retrata: realista, pero irónico y cínico, y siempre al servicio de lo verdaderamente importante, pasarlo bien aunque sea un reto, conseguir convencer a la chica, llevarla a casa y que se fíe de ti, sentarte con ella en el sofá espejo –porque en él nos hemos sentado todos alguna vez– y mañana será otro día.

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Y cuando eso pasa, cuando llega el sofá y el día siguiente, es cuando Stockholm se rompe y se rompe bien, con elegancia, con la sutileza del cine bien rodado. Se rompen los personajes. Por la mañana son otros, son ellos mismos pero la realidad que los rodea los ha transformado –y aquí es cuando se revela el talento inmenso de los intérpretes, capaces de ser varios personajes dentro de uno solo–. Se rompen también nuestras expectativas, de ahí que evitemos el spoiler. Se rompe la deriva de la historia romántica, se rompe la película convirtiéndose en un thriller de lo cotidiano, en puro terror psicológico contagiado de una atmósfera cortaziana, angustiosa, potente, asfixiante, que ciega como la luz que entra desde el último piso de la casa de Sorogoyen, que amarga por su carácter hiperbólico y que asusta por sus secuencias rodadas con un tempo hanekiano, con una crudeza higiénica y fría. Como esa escena de escalofrío en la que Aura Garrido se mira en el espejo del baño –el espejo, la pantalla, la pared– y antes de ejecutar ese gesto terrorífico –un momento que debería pasar a la historia del cine español– se detiene y piensa que somos una generación extraña y que convertir el amor en thriller requiere un gran talento pero, por encima de todo, asusta.

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