Sangre, sudor y sexo: así mordía el Drácula de la Hammer

Colmillos, escotes generosos y mucha sangre. En 1958, Drácula resucitaba en Gran Bretaña de la mano de la productora Hammer en una película mítica.
Sangre, sudor y sexo: así mordía el Drácula de la Hammer
Sangre, sudor y sexo: así mordía el Drácula de la Hammer
Sangre, sudor y sexo: así mordía el Drácula de la Hammer

Nadie es profeta en su tierra, ni siquiera los monstruos. Drácula había sido un éxito abracadabrante en Reino Unido, pero la crítica consideraba que Bram Stoker era un autor menor y efectista. Nada que ver con la cultivada Mary Shelley y su Frankenstein o el moderno Prometeo, eterno espejo en el que se miraba (sin verse), el chupasangre.

Sin embargo, al público le encantaba, y así lo demostró yendo masivamente a la adaptación teatral que realizara Hamilton Deane en 1924. Tuvieron que pasar la friolera de 34 años para que el Príncipe de las Tinieblas volviera a la tierra que le vio nacer. Fiel a su tradición, quien exhumó su mito no fueron los grandes intelectuales, sino un voluntarioso y popular estudio.

En 1957, en una antigua casa señorial llamada Bray Studio, una pequeña productora que sobrevivía haciendo peliculitas para la BBC resucitaba a su archirrival de la novela gótica con La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1957), destinada a surtir al mercado de serie B de EE UU para consumo adolescente que, por aquel entonces, sufría la carestía de películas causada por el conocido como “Decreto Paramount”.

Era el debut en el género de un larguirucho (raspaba los dos metros) y envarado actor llamado Christopher Lee, que interpretaba a la criatura; y era la primera película en color de la Hammer, como bien se evidenciaba en el rojo pasión de la sangre que escapaba del globo ocular de Lee cuando el Dr. Frankenstein (Peter Cushing) le disparaba una bala en la sangrienta escena final.

El público enloqueció: el filme multiplicó por 80 lo invertido. Si los monstruos clásicos, ésos que tan de moda había puesto Universal, volvían a ser de su agrado en el país que los había creado, los iban a tener. A fin de cuentas, Hammer seguía a pies juntillas la filosofía de su presidente, James Carreras: “Estoy preparado para hacer valses de Strauss si dan dinero”.

SANGRE EN TECHNICOLOR

No había que llevarlo tan al extremo. El equipo ya estaba formado, y sería el mis- mo que el de La maldición de Frankenstein: el caballeroso Peter Cushing, con su espectacular dicción y sus patillas como Van Helsing, el inquietante Christopher Lee como Drácula, Terence Fisher en la dirección, Jimmy Sangster en el guión, James Bernard en la composición musical y, sobre todo, Jack Asher a cargo de ese Technicolor chillón que se convertiría en la marca de la casa.

Si en La maldición de Frankenstein llegó hasta el punto de pintar los fotogramas, en Drácula llevó su pinturero cromatismo a una orgía colorista, un Grand Guignol en el que en casi cada escena chorreaba la sangre, de un rojo Hammer, casi tan famoso como, en el ámbito de la moda, el rojo Valentino.

"EN CADA ESCENA CHORREABA LA SANGRE, DE UN ROJO HAMMER, CASI TAN FAMOSO COMO, EN EL MUNDO DE LA MODA, EL ROJO VALENTINO"

Por supuesto, habría que hacer algunos cambios. Puede que Drácula fuera una invención inglesa (aunque su padre literario, Bram Stoker, fuera en realidad irlandés), pero los derechos de autor del personaje cinematográfico eran estadounidenses. Cualquier posible rasgo del Drácula de la Universal era susceptible de ser perseguido judicialmente.

Para empezar, le hicieron crecer los colmillos, toda una declaración de intenciones: el nuevo Conde, el de Christopher Lee, se parecería más al Nosferatu de Murnau que al elegantón depravadillo de Lugosi, Chaney Jr., Carradine o Lederer; además, también como Nosferatu, resucitaba en el pasado y no en el presente polvoriento y lleno de telarañas en el que habitaban sus predecesores, y sus dineros les costó a Hammer el capricho de alicatar el decorado con mármol de Robinson, el director de producción.

En cuanto a Van Helsing, atrezzo le colocó su sempiterno maletín cargadito de estacas y crucifijos; y, en última instancia, Sangster también convirtió en central la alergia letal del chupasangre a la luz del sol.

Construido el personaje y sus circunstancias, conscientes de la amargura de Lugosi en los últimos años, lo que más les preocupaba de la historia era el ritmo. El siniestro aristóócrata (interpretado, cómo no, por Bela Lugosi), había aparecido por última vez en pantalla como un personaje risible en la comedia Abbott y Costello contra los fantasmas, de 1948, arrojándose por un precipicio abrazado al Hombre Lobo.

Había tanto terror en el guión como en Terence Fisher, el director, a que la gente se tronchara de nuestro transilvano amigo. El hábil realizador lo solucionó con unos títulos de crédito que finalizaban en el ataúd del protagonista, bien salpicadito de sangre, y en una presentación del personaje a todas luces magistral.

“En la película, cuando Drácula hace su primera aparición, tarda un buen rato en bajar las escaleras, que se te hace muy cortito porque estás esperando saber cómo va a ser. Sabía que todo el mundo estaba preparado para reírse de sus colmillos. No lo hicieron, por supuesto, porque en vez de darles un monstruo les mostrábamos un hombre extremadamente bien parecido con un trasfondo maligno y amenazante”, comentó sobre su técnica.

Tampoco es que el espectador tuviera mucho tiempo para comentar su aspecto: en Drácula todo se acelera, a los cinco minutos Jonathan Harker ya se encuentra con una chupasangre, y a los 10 sabemos que lo tiene crudo para sobrevivir. Esa trepidante acción hallaba su correlación en la fisicidad del personaje protagonista: Drácula mordía, corría y brincaba como un gamo en la escena final. Inspirado por el bailarín y coreógrafo Robert Helpmann y comparado con el aplomo de Lugosi, Lee parecía un Bruce Lee de los Cárpatos.

"DRÁCULA MORDÍA, CORRÍA Y BRINCABA. COMPARADO CON EL APLOMO DE BELA LUGOSI, CHRISTOPHER LEE PARECÍA UN BRUCE LEE DE LOS CÁRPATOS"

LA CRUZ SE CONVIERTE EN EQUIS

Pero por encima de todo, y en lo que a funciones corporales se refiere, el nuevo Drácula, además, follaba como un auténtico semental, para escándalo del organismo de calificaciones británico, que le otorgó la clasificación “X”.

Fisher era consciente de las connotaciones eróticas de su criatura que, en vez de transformarse en murciélago como sus predecesores, prefería utilizar sus poderes para colarse en las habitaciones de estupendas mujeres de generosos escotes, que le recibían con los brazos (y suponemos que algo más) abiertos. “Drácula tiene la retorcida habilidad de provocar una reacción sexual en Lucy y Mina (sus víctimas)”, contaba Fisher.

Así recordaba, por ejemplo, cómo dirigió el encuentro entre Mina (Melissa Stribling) y el Conde: “Le dije: Mira, tienes que imaginarte que tuviste la mejor noche de tu vida, aquélla que colmó todas tus experiencias sexuales. ¡Muééstrame eso en tu cara!’. Y lo hizo, claro”. El sexo, que tanto irritaba a las autoridades inglesas, entusiasmaba a los espectadores y, sobre todo, a las espectadoras.

Para el especialista Peter Hutchings, la actitud insatisfecha de las protagonistas femeninas, su deseo de ser tomadas por Drácula “anticipa la revolución sexual que llegaría una década más tarde”.

Hutchings, además, considera que parte del éxito de Drácula se debe a que la pelea entre Van Helsing y Drácula “simboliza la lucha entre la modernidad de la Europa de postguerra y la tradición. La modernidad debía ganar a cualquier precio, si la Segunda Guerra Mundial había significado algo”.

En retrospectiva, el Drácula de la Hammer abrió la puerta a una nueva oleada del cine de terror: sin él no habría existido el giallo de Mario Bava y Dario Argento con su erotismo latino y su sangre a borbotones, ni las adaptaciones de Poe de Roger Corman y sus bellísimas escenas oníricas. E incluso la carrera de directores que hoy están alejados del género de terror habría sido diferente.

Como reconocía Lee en una entrevista en Total Film, valorando sus siete Dráculas para la Hammer: “Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, George Lucas, Wes Craven, Tim Burton y Peter Jackson... Todos ellos me han dicho lo mismo: ‘Crecimos con tus películas’. Y es evidente que se nota en las que ellos han hecho años más tarde”.

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